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El Juego de los Elementos: La Enseñanza de Sadigua

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 6 feb
  • 3 Min. de lectura

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En el corazón del valle del Teusaká, donde las montañas y los ríos se entrelazan en un canto armonioso, Sadigua sintió que había llegado a un lugar destinado a algo más grande que él mismo. Este valle, sereno y lleno de vida, resonaba con una energía especial, como si la tierra y el cielo se encontraran allí para compartir un mismo aliento. Alrededor de un fuego ceremonial,  sacó de su bolsa un objeto que los Muiscas nunca habían visto antes. No era simplemente un instrumento de juego, sino el Turmeké de los Elementos, un objeto sagrado que simbolizaba el ciclo eterno de la vida. Decorado con grabados sinuosos que representaban los ríos, las montañas, los vientos y las estrellas, el Turmeké era más que un simple objeto: era una lección viva del equilibrio y la conexión entre todos los elementos de la Tierra.

“Esto,” dijo  mientras sostenía el Turmeké, “es más que un objeto. Es un reflejo del mundo. Es un mapa, un juego y una lección. Representa el flujo del agua, la fuerza de la tierra, la danza del viento y el fuego que nos da vida.”


Los niños se acercaron con curiosidad, mientras Sadigua explicaba:


“En mi tierra, el juego no es solo un pasatiempo. Es un camino para aprender a vivir en armonía con los elementos. Cada vez que el Turmeké toca el suelo, recordamos que es la tierra quien nos sostiene. Cuando cruza el agua, vemos el flujo que conecta todo. Y cuando se eleva, es un llamado a soñar con los vientos y a honrar el fuego que transforma.”


Mientras hablaba, los Muiscas escuchaban con fascinación. Sadigua continuó:


“El jaguar en el centro del diseño nos guía, porque encierra en su esencia el ciclo eterno de los elementos. Este juego no es solo un desafío, sino una enseñanza para aprender a fluir como el agua, a ser fuertes como la tierra, a elevarnos como el viento y a transformar como el fuego. Nosotros somos sus guardianes y aprendices.”


Sadigua, junto con los Muiscas, trazó un espacio en el valle, adaptándolo a los desniveles del terreno para representar el flujo natural de los elementos. En cada punto cardinal colocaron un bocín inspirado en un elemento:


Una fogata para el fuego.

Una roca para la tierra.

Un canal con agua para el agua.

Un aro con plumas para el aire.


En el centro no había nada, porque el vacío simbolizaba el espacio donde todos los elementos convergen en equilibrio.


El Turmeké, tejido con fibras naturales y grabados con símbolos de los elementos, se convirtió en el corazón del juego. Sadigua mostró cómo interactuar con el Turmeké siguiendo la naturaleza de cada elemento:

“El agua nunca se detiene, pero nunca se apresura,” dijo mientras hacía rodar el Turmeké hacia el bocín de agua.

“El viento sopla sin descanso, pero siempre con ligereza,” agregó, lanzándolo hacia el bocín de aire.


Los Muiscas, aunque tímidos al principio, pronto comenzaron a moverse como los elementos: algunos hacían rodar el Turmeké como si fueran ríos; otros lo lanzaban con delicadeza como si fueran brisas. Entre risas y aprendizaje, comprendieron que el juego no era una competencia, sino una lección sobre cómo los elementos trabajan juntos en armonía.


“El agua fluye hacia el valle,” decía  mientras jugaban, “pero solo lo hace porque las montañas la dejan ir. Así debemos ser nosotros: aprender a fluir, a dar y recibir, como lo hacen el agua y la tierra.”


Con el tiempo, el juego de Turmeké se convirtió en algo más que una actividad en el valle del Teusaká. Los Muiscas comenzaron a ver en cada partida una forma de honrar a los espíritus del agua y de la tierra. El Turmeké no era solo un objeto; era un puente que conectaba el mundo visible con el invisible.

“El agua de estos ríos lleva consigo los sueños de quienes habitan estas tierras,” decía . “Cada vez que lancen el Turmeké, imaginen que están tejiendo historias con esas corrientes.”


En cada movimiento, en cada lanzamiento, los jugadores se conectaban con algo más profundo. El jaguar, en su silencio, los observaba desde el diseño del Turmeké, guiándolos hacia un conocimiento que no podía expresarse con palabras.


Cuando llegó el momento de continuar,  se detuvo en el borde de la cancha de juego que habían construido juntos. Colocó el Turmeké en el suelo y, en silencio, hizo una reverencia al valle, a la venada y a los espíritus que lo habían guiado. Era un gesto de agradecimiento y de promesa, porque esperaba que algún día el flujo del agua lo trajera de vuelta.

 
 
 

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