El Maíz en el Sistema de Vida
- Felipe Londoño
- 27 feb
- 3 Min. de lectura

Sadigua continuó su descenso, dejando atrás el Bosque de los Arbustos Rebeldes y adentrándose en el Valle de las Semillas Eternas, donde el agua y la tierra se entrelazaban en un canto de vida. En el corazón del valle, contempló un paisaje trazado en canales y terrazas cultivadas, un sistema diseñado con sabiduría ancestral que no solo regaba los campos, sino que también hablaba del respeto profundo de los Muiscas por la naturaleza. El agua del río Teusaká fluía con precisión, alimentando las plantas y asegurando que incluso en las sequías la tierra permaneciera fértil. Este sistema no era solo una proeza de ingeniería, sino un testimonio de la armonía entre el ingenio humano y el entorno.
Sadigua, fascinado, se unió al trabajo en los campos. Aprendió cómo el maíz, dorado y fuerte, crecía gracias al equilibrio entre el agua, la tierra y el cuidado humano. Mientras sus manos tocaban la tierra húmeda y observaba el flujo del agua alimentando cada raíz, sintió el peso de una verdad sencilla pero profunda: el maíz no era solo alimento; era un pacto de reciprocidad con la tierra.
“Este oro vivo no debe quedarse aquí,” les dijo a los Muiscas. “Debe ser llevado donde se necesite. Su conocimiento es más valioso que cualquier riqueza.”
Entre los grandes árboles del valle, percibió una presencia familiar. La Venada, su silenciosa guía, apareció entre las sombras, cruzando un riachuelo con la misma gracia con la que el agua se deslizaba sobre las piedras. Bajo un árbol cargado de frutos, la venada se detuvo por un instante, como invitándolo a observar la abundancia del bosque. Sadigua dio un paso hacia ella, pero, como siempre, la venada desapareció, dejando tras de sí solo el eco de su movimiento y el murmullo del agua. Para Sadigua, su presencia era un recordatorio constante de que el viaje no era solo sobre los lugares que alcanzaba, sino sobre las lecciones que aprendía en el camino.
Y en ese momento entendió que el maíz, más que una semilla, era un símbolo de equilibrio y conexión, una enseñanza que debía llevar consigo más allá de esas tierras. Cada mazorca que guardaba era una promesa de que la verdadera prosperidad no residía en lo que se acumulaba, sino en lo que se compartía.
El agua lo condujo hacia la confluencia de los ríos Teusaká y Funza, donde comenzó a notar algo peculiar: el oro, ese metal brillante que tantas culturas codiciaban, estaba por todas partes. Lo veía incrustado en las piedras del río, adornando objetos rituales y mezclado con el polvo del suelo. Sin embargo, para los Muiscas, este metal no representaba poder o riqueza material, sino conexión con los elementos. Los ancianos le explicaron que el oro era un regalo de la tierra, algo que debía devolverse al agua en agradecimiento, no como un objeto de posesión, sino como un puente entre el hombre y los dioses.
Sadigua observó este acto con respeto y reflexionó en silencio:
“El oro es como el maíz: no es valioso por lo que se puede poseer, sino por lo que puede significar. Su brillo no debe cegar, sino iluminar el camino hacia el equilibrio y la armonía.”
Mientras estuvo cerca de Guatavita, escuchó las historias sobre rituales en la laguna, ofrendas lanzadas al agua y un vínculo sagrado con lo divino. Aunque no comprendía del todo las palabras, percibía la devoción y el respeto que estos hombres sentían por sus actos simbólicos. Sin embargo, el agua, en su fluir constante, no lo llevó hacia Guatavita. Sadigua sintió que su camino seguía el río, no las historias. Dejó que las leyendas permanecieran como murmullos, respetando el misterio sin intentar desentrañarlo.
En un claro del valle, donde el río serpenteaba con calma, reunió en sus manos una semilla de té Muisca, una de kinoa, una de amaranto, una de maíz y una papa dorada. Mirando hacia el horizonte, reflexionó:
“Este lugar no es solo fértil en tierra. Es fértil en espíritu, en conexión, en promesas que van más allá del tiempo. Aquí, la tierra respira, y su aliento es vida eterna.”
Con esa promesa en su corazón, se preparó para continuar siguiendo el curso del agua. Dejaba atrás un valle lleno de luz y enseñanzas, pero llevaba consigo un legado que sabía debía compartir. Mientras avanzaba, entendió que su viaje no era solo hacia adelante, sino también hacia adentro, hacia las raíces de lo que significa ser parte de la tierra.
Comentarios