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El Té Miusca: El Ritual del Agua y la Vida

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 5 feb
  • 3 Min. de lectura
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De regreso al Valle Escondido, los ancianos le ofrecieron una bebida especial: el Té Miusca. Era una infusión preparada con hojas recolectadas de las plantas que crecían en los rincones más profundos de La Tierra del Aliento Frío. Al probarla,  sintió algo familiar, un eco que lo conectaba con su tierra natal. No era solo el sabor lo que lo sorprendía, sino la reverencia con la que los Miuscas preparaban y ofrecían la bebida, como si con cada sorbo invocaran a Chicui y renovaran su vínculo con el espíritu de la tierra. Mientras observaba el ritual con respeto, Sadigua sintió el impulso de compartir su propia tradición: el arte del té verde que había aprendido en Yamato. Con cuidado, comenzó a mostrarles cómo, en su cultura, el té era más que una bebida; era un puente entre la conciencia y la naturaleza, entre lo humano y lo divino. El primer paso, explicó, era la recolección. Con manos delicadas,  mostró cómo escoger las hojas más tiernas, aquellas que nacían en las ramas más jóvenes. Mientras trabajaba, habló de la importancia de acercarse al Miusca con humildad y gratitud.

“Cada hoja,” les dijo, “es un regalo que la tierra nos da. Al tomarla, debemos devolver algo: una palabra, un pensamiento, una ofrenda silenciosa. Solo así el espíritu del Miusca permanecerá en el té.”


Con las hojas recolectadas, los llevó al calor del fuego. Allí, sobre brasas suaves, les mostró cómo asar lentamente las hojas en un caldero de barro negro. A medida que el aroma comenzaba a llenar el aire, los Miuscas se acercaron, intrigados por el proceso.

“El fuego no destruye,” explicó Sadigua, “despierta. Libera la esencia del Miusca, permitiendo que su espíritu nos hable.”


Cuando las hojas estaban listas,  las colocó entre dos discos de piedra pulida y comenzó a molerlas con movimientos circulares. Los Miuscas observaron fascinados cómo las hojas se transformaban en un polvo fino y brillante, de un color verde que parecía capturar la esencia misma de La Tierra del Aliento Frío.

“Este polvo,” dijo , “es el alma del Miusca. Cada giro, cada fragmento, guarda el espíritu de su origen.”


Vertió una cucharada del polvo verde en un tazón decorado con símbolos de serpientes y montañas, que hablaban tanto a los Miuscas como a él. Luego, tomó agua de las lagunas del Teusaká, calentada sobre el fuego, y la vertió lentamente sobre el polvo. Con un batidor de chusque que había creado con sus propias manos, comenzó a girar rápidamente, formando una espuma ligera y brillante.

“La espuma,” explicó, “es la sonrisa del Miusca. Es el aire que se une al agua, el equilibrio entre lo que fluye y lo que respira.”


Los Miuscas probaron el té con cautela al principio, pero pronto comenzaron a sonreír. En su sabor sencillo y cargado de ternura, sintieron algo profundo: un vínculo que los conectaba con el agua que nacía en su tierra. Era como si en cada sorbo pudieran escuchar el murmullo de Chicui. Desde ese día, el ritual del Té Miusca se integró al legado de Sadigua. Los Miuscas lo adoptaron como una forma de honrar el agua y la tierra, incorporando sus propios símbolos y significados al proceso. En cada preparación, recordaban la lección de Sadigua: que el agua no era solo un recurso, sino un espíritu que debía respetarse y escucharse.


“El Té Miusca,” decía , “nos enseña a escuchar el agua. Ella habla en cada hoja, en cada gota, en cada nube que cruza el cielo.”

 
 
 

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