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El Valle de las Semillas Eternas y el Encuentro con los Hijos del Frío

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 25 feb
  • 2 Min. de lectura
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Sadigua continuó su descenso, dejando atrás el Bosque de los Arbustos Rebeldes y siguiendo el curso del agua que lo guiaba. Al llegar a una vasta llanura, se encontró con el Valle de Sopó, un lugar que los Muiscas llamaban “piedra o cerro intocable”. Este valle, fértil y generoso, parecía contener el aliento mismo de la vida. Los cultivos se alzaban robustos, los ríos fluían con calma, y el aire tenía un aroma que hablaba de promesas cumplidas. Rodeado por los Hijos del Frío, Sadigua descubrió los frutos de una tierra profundamente amada y cuidada, comprendiendo que este valle era una joya escondida en el corazón de las montañas.


Al caminar por estas tierras, escuchó las historias de los Muiscas, quienes hablaban con orgullo de su conexión con la tierra y el agua. Algo en su presencia y en las enseñanzas que compartía hizo que comenzaran a referirse al valle de una forma distinta. Inspirados por sus palabras y su comprensión de la naturaleza como un ser vivo, lo llamaron “El Valle de las Semillas Eternas”, un lugar donde cada grano representaba no solo sustento, sino también la promesa de un futuro floreciente.


Allí, en los campos del Valle de las Semillas Eternas, Sadigua descubrió cultivos que reflejaban la profunda conexión de los Muiscas con la tierra. La kinoa, con sus granos dorados que brillaban como pequeñas estrellas, simbolizaba una promesa de abundancia y una conexión directa con los dioses. El amaranto, con sus diminutos granos, representaba la fuerza de lo humilde y la unión del colectivo, enseñando que, al igual que un río, lo pequeño y ligero se vuelve poderoso cuando fluye en conjunto. Las papas de colores, en tonos amarillos, violetas y rojos, eran un tributo a la creatividad de la naturaleza; cada variedad tenía un propósito: alimentar, sanar o servir como ofrenda a los dioses. Al probarlas, Sadigua sintió que participaba en un ritual, consumiendo la esencia misma de la tierra.


A través de estos encuentros, Sadigua comprendió que cada semilla era una historia, una promesa y una conexión entre el pasado y el futuro. El Valle de las Semillas Eternas no solo alimentaba el cuerpo, sino también el espíritu, recordando a todos que la verdadera riqueza reside en la tierra y en las manos que la cultivan. Allí, entre los cultivos y los cantos del agua, Sadigua sintió que la conexión con Chicui, la Madre Tierra, era más fuerte que nunca. Este valle era un testimonio de que la vida florece donde la tierra y las manos trabajan en armonía, y de que cada semilla, por pequeña que sea, lleva en su interior la promesa de un mañana lleno de abundancia y equilibrio.

 
 
 

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