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El Valle de los Bakatás y la Leyenda de la Laguna Intocable

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 10 mar
  • 3 Min. de lectura
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En su recorrido por la Sabana de Bakatá, se adentró en el corazón de una civilización que vivía en una simbiosis perfecta con la naturaleza. Los Muiscas, con su hospitalidad serena y sabiduría ancestral, le ofrecieron algo más valioso que alimento y cobijo: le abrieron las puertas a historias que iluminaban su relación sagrada con la tierra y el agua. Era un pueblo que no solo vivía en la Sabana, sino que parecía formar parte de ella, como si el aliento de los humedales y el flujo de los ríos estuvieran entretejidos con sus vidas.


Aunque Sadigua nunca llegó a conocer todos los secretos que las tierras altas guardaban, su hermosura resonaba en armonía con cada rincón de esta Sabana. En las conversaciones alrededor del fuego, los Muiscas le hablaron de lugares donde el agua conectaba el cielo con la tierra, donde las lagunas guardaban historias de mundos invisibles y donde el oro, lejos de ser símbolo de poder o codicia, regresaba a su origen como una ofrenda de gratitud.


“No todos los lugares están destinados a ser vistos,” le dijeron en voz baja. “Hay espacios que solo pertenecen al aura.”


Sadigua escuchó estas palabras con humildad y aprendió a no buscar el oro. Lo que no se podía ver era tan valioso como lo visible, y en ello encontró una lección sobre el respeto a los misterios que no necesitan ser desentrañados. Los santuarios sagrados se convirtieron para él en símbolos de la conexión entre lo visible y lo invisible, y aunque no los visitó, permanecieron como ecos en el horizonte de su viaje.


La Sabana, sin embargo, no dejó de ofrecerle tesoros igualmente profundos. descubrió los humedales, esos espejos vivos que respiraban junto con las montañas y sostenían la vida en todas sus formas. Mientras caminaba entre ellos, se maravilló con la riqueza de vida que allí florecía. Aves de plumas brillantes se movían en bandadas sincronizadas, surcando el aire como si danzaran en celebración del agua. Los peces saltaban en las aguas tranquilas, y las ranas cantaban con voces que se mezclaban con el susurro constante del viento.


Fue aquí donde conoció al pez de bigotes, un manjar que los Muiscas le compartieron con generosidad. Al probarlo, sintió que llevaba en su sabor la pureza de los ríos y las lagunas.


“Los humedales son el aliento de la Sabana,” le explicaron los Muiscas. “Aquí descansa el agua antes de continuar su viaje hacia los ríos.”


Para Sadigua, estos lugares se convirtieron en un recordatorio de la generosidad de la naturaleza y de la necesidad de cuidarla con reverencia, porque en su silencio, los humedales hablaban del equilibrio que sustentaba a la Sabana entera.


Mientras exploraba las tierras trabajadas de la Sabana, Sadigua se encontró con una sociedad que había aprendido a vivir en sintonía absoluta con su entorno. Los sistemas de canales y terrazas que había contemplado desde la colina ahora se desplegaban ante sus ojos con mayor detalle, revelando un diseño tan preciso como armonioso. Cada canal no solo dirigía el agua, sino que nutría los cultivos de maíz, papa y quinua, creando un balance entre lo natural y lo construido. El agua no era dominada, ni los cultivos explotados; todo seguía un flujo que respetaba la tierra.


Sadigua observó con asombro cómo los Muiscas, pacíficos y hospitalarios, integraban cada aspecto de su vida en este sistema anfibio, donde el agua era el hilo conductor. La comida que le ofrecían era sencilla, pero cargada de significado: probó la arepa, hecha con maíz cultivado en sus fértiles tierras, y el chocolate, una bebida cálida y densa que llegó a él como un regalo de las tierras más cálidas. Cada bocado y cada sorbo le hablaban de la tierra, del agua y del trabajo paciente de quienes sabían escuchar a ambos.


Sadigua comprendió que estaba presenciando algo más que una forma de vida; veía una relación con el entorno que trascendía lo cotidiano. En este valle, los humedales, los canales y las lagunas no eran solo herramientas, sino socios en la creación de vida.


“La Sabana no es simplemente un lugar,” pensó, mientras el reflejo del agua bailaba bajo la luz del sol. “Es una lección. Aquí, todo respira en armonía: los ríos, las montañas, las aves y los hombres. Este lugar no es solo fértil en tierra; es fértil en espíritu.”


Con esa reflexión, continuó su travesía, dejando que la Sabana le hablara en sus propios términos, sabiendo que cada paso lo acercaba más a las respuestas que buscaba. Para él, la Sabana de Bakatá no era solo un paisaje, sino un espejo del equilibrio que él mismo deseaba alcanzar: una danza constante entre lo visible y lo invisible, entre la tierra y el agua, entre el hombre y los elementos.

 
 
 

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