Historias de las Tierras Calientes
- Felipe Londoño
- 13 mar
- 2 Min. de lectura

A través de los relatos de los Muiscas, supo de las tierras bajas y cálidas que se extendían más allá de las montañas. Le hablaron de lugares donde el sol brillaba con mayor intensidad y el aire, cargado de humedad, perfumaba el ambiente con aromas de frutas maduras. En esas tierras, el agua fluía con otro ritmo, lento y serpenteante, moldeando llanuras fértiles donde crecían productos distintos pero igualmente generosos.
Le contaron del cacao, oscuro y amargo, que los pueblos de las tierras cálidas veneraban como alimento de los dioses; del aguacate, suave y untuoso, que era tanto un fruto como un símbolo de prosperidad; y de frutas dulces como la guayaba y la piña, cuyos sabores encerraban la calidez de su origen. Estos productos llegaban a la Sabana de Bakatá a través de largas jornadas de trueque, portados por manos que recorrían senderos antiguos. Cada uno hablaba de una red de conexión que iba más allá de las montañas, de un vínculo que unía paisajes lejanos con un flujo constante de intercambio y significado.
Los relatos también mencionaban montañas magníficas de piedra, construidas por manos humanas en esas tierras cálidas. Estas estructuras, erigidas en honor a los dioses o para observar los movimientos del cielo, eran prueba de que el ingenio humano florecía incluso en los climas más diversos. Aunque aún no había visto esas tierras, las historias despertaron en él una profunda curiosidad. Comprendió que el agua no solo conectaba los paisajes físicos, sino también a las personas, sus culturas y sus formas de vida. Era un tejido vivo que unía montañas, valles y llanuras, creando un sistema en el que cada elemento dependía del otro, como los hilos de un telar que juntos tejían el tapiz de la vida.
Al caer la noche, mientras contemplaba los reflejos plateados de los humedales bajo la luz de la luna, reflexionó sobre lo que había aprendido en la Sabana de Bakatá. Este lugar, con sus sistemas anfibios trabajados con amor y cuidado, le había mostrado que la humanidad podía vivir en armonía con la naturaleza. Aquí, el agua no era controlada ni dominada, sino guiada con respeto, permitiendo que nutriera tanto a los campos como a las comunidades. Era un flujo continuo de vida y abundancia, un ejemplo de lo que podía lograrse cuando el hombre y la tierra trabajaban juntos.
“La tierra y el agua aquí no son solo recursos,” pensó mientras escuchaba el murmullo de los humedales. “Son compañeros, maestros y guías. Esta gente ha entendido lo que tantos olvidan: que la verdadera riqueza no está en lo que se extrae, sino en lo que se nutre y se comparte.”
Con esa reflexión grabada en su corazón, se sintió más conectado que nunca con el propósito de su viaje. Aunque las tierras bajas seguían siendo un misterio para él, sabía que esas historias lo acompañarían, tejiendo nuevos caminos que lo llevarían a descubrir cómo la vida, en todas sus formas, estaba entrelazada por el agua y la tierra. Supo que aún tenía mucho que aprender y que el río, su guía constante, lo llevaría hacia esas respuestas.
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