La Laguna Sagrada y el Portal de TyChi
- Felipe Londoño
- 29 ene
- 3 Min. de lectura

Desde los tiempos en que la niebla danzaba con las montañas y el agua susurraba secretos a los frailejones, existió un lugar oculto y solemne: La Laguna Sagrada. Su historia no la narran los hombres, sino los vientos que la recorren y las almas que la vigilan. En el corazón de La Tierra del Aliento Frío de Sumapaz, La Laguna Sagrada custodiaba los misterios de la creación, como una ofrenda de los Muiscas a los dioses, depositada bajo la sombra eterna del Coisa, el frailejón eterno, el Hermano Silencioso.
No era un lugar de paso ni un destino para los humanos, sino un santuario donde las semillas de la vida dormían en un letargo profundo, esperando a quienes pudieran descifrar su mensaje. Los Muiscas, con su sabiduría efímera, confiaron en que La Laguna Sagrada, con sus veinte semillas, permanecería segura entre la niebla y el viento. Este santuario se convirtió en un símbolo de conexión entre lo terrenal y lo divino, un punto donde los sueños y la tierra se entrelazaban, como un tejido que sostenía el equilibrio del universo.
En este relato, no soy yo quien narra, ni tú quien escucha. Soy la voz de Chicui, la Madre Tierra, quien guía este viaje como el agua guía al río. Desde La Laguna Sagrada, mi aliento descendió por las montañas, llevando consigo la promesa de equilibrio y regeneración. Fue este aliento el que un día alcanzó al viajero errante: Sadigua.
En el corazón del Valle Escondido, donde la niebla acaricia las montañas y el río Teusaká murmura sus secretos, Sadigua comenzó a sanar. Durante días, mientras recuperaba sus fuerzas bajo el cuidado del anciano del Portal de TyChi, escuchó las historias de los habitantes del valle. Hablaban de Chicui, la gran dadora de vida y guardiana de los ríos, montañas y páramos.
Una tarde, mientras el sol descendía detrás de las montañas, Sadigua escuchó el nombre con claridad por primera vez. Los hombres de piel cobriza pronunciaban “Chicui” con reverencia, como si la palabra misma contuviera un poder sagrado. Algo resonó profundamente en él. Chicui, pensó Sadigua, era el nombre que en su lengua significaba tierra, el hogar de todo lo vivo. Una palabra que ahora encontraba reflejada en la voz de un pueblo con el que jamás había cruzado caminos.
“¿Es esto una coincidencia?” se preguntó Sadigua, mirando al río que fluía ante él. Pero en su corazón, sabía que no lo era. Era como si la tierra misma hablara a través de los hombres, traspasando fronteras y lenguas, conectando mundos que parecían distantes. Chicui era un significado universal: la madre de todos, el planeta que compartimos.
Al siguiente amanecer, Sadigua habló con el anciano que lo había ayudado a despertar del sueño profundo. Con palabras torpes, intentó explicar que en su tierra, más allá de las montañas y los valles, el nombre de la Madre Tierra también era Chicui. El anciano asintió lentamente, como si entendiera que la revelación no era nueva, sino una verdad que siempre había estado allí.
“La tierra no nos pertenece,” dijo el anciano tras un largo silencio. “Somos nosotros quienes le pertenecemos. Chicui nos une a través del agua, del viento y de los caminos que recorremos.”
Sadigua permaneció en silencio, sintiendo que por primera vez comprendía algo más profundo que las palabras. Chicui era el hilo invisible que conectaba su viaje con el de los Muiscas, una señal de que estaba donde debía estar. El agua, la tierra y los latidos lo habían guiado hasta el Portal de TyChi con un propósito.
Fue allí, al pie del río Teusaká, donde comenzó a ver el flujo del agua no solo como un movimiento físico, sino como una lección. El río nacía en las alturas sagradas, fluía hacia los valles y se unía con otros ríos en su interminable camino hacia el gran río sin nombre, el que los susurros llamaban el Jaguar de Agua.
“La tierra respira con el agua,” reflexionó , “y su respiración conecta todo: las montañas, los valles y las culturas que viven en su curso.”
Ese día, tomó una decisión. Seguiría el flujo del agua, aprendería de sus caminos y se convertiría en su guardián. Cada paso que daba parecía llevarlo por un sendero invisible, guiado por el susurro del agua. La revelación de Chicui lo transformó. Ahora entendía que su viaje no era solo suyo, sino el de la tierra misma, un recorrido compartido por todas las vidas que tocaba.
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