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La Sabana de Bakatá: El Horizonte de Agua y Vida

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 28 feb
  • 2 Min. de lectura
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La venada apareció de nuevo en el sendero, como siempre silenciosa, con su porte ligero y mirada tranquila. Esta vez, sin detenerse, avanzó hacia una colina que se alzaba en el horizonte. Sadigua, confiado en su guía, la siguió, sus pasos resonando en el suave crujir de las hojas bajo sus pies. Al llegar a la cima, la venada se detuvo y, con un leve movimiento de su cabeza, le mostró el paisaje que se extendía más allá.

Ante él se desplegaba la Sabana de Bakatá, bañada en la luz dorada del sol poniente. Era un tapiz vivo, un mosaico de verdes intensos, destellos plateados y colores vibrantes que danzaban bajo el cielo amplio y despejado. En la distancia, cuatro cumbres nevadas se alzaban majestuosas como testigos silenciosos de un paisaje que parecía haber sido diseñado no por gentes ni por dioses, sino por el mismo flujo de la vida.


Desde la colina, pudo contemplar un sistema de aguas que superaba todo lo que había conocido: zanjas y canales infinitos se extendían en patrones complejos, reflejando la luz del atardecer como si fueran venas de plata que alimentaban la tierra. El agua fluía lenta pero constante, con precisión y gracia, nutriendo humedales, campos cultivados y lagunas cristalinas. Cada canal y cada isla, cada camellón, estaban dispuestos en una armonía tan perfecta que parecía imposible que hubieran sido construidos por manos humanas.


El río, al que los habitantes llamaban Hilo de Plata, serpenteaba a lo largo del paisaje, su superficie reflejando los últimos destellos del sol antes de desaparecer tras los inmensos nevados. Barcas pequeñas se deslizaban por los canales, movidas por hombres y mujeres vestidos con mantas de colores intensos, rojos y dorados que contrastaban con el verdor de la tierra. Las aldeas, organizadas con naturalidad, parecían florecer junto al agua, rodeadas de árboles y jardines donde la actividad humana no perturbaba, sino que complementaba el paisaje.


Sadigua vio a los habitantes trabajando en los campos, recolectando frutos, sembrando nuevas semillas y guiando animales lanudos, todo en un flujo continuo entre la tierra, el agua y las manos que las cuidaban. Los niños jugaban junto a los canales, riendo mientras sus padres y abuelos supervisaban las tareas del día. El sonido del agua se mezclaba con el canto de las aves y los murmullos de la gente, creando una sinfonía que hablaba de abundancia, armonía y propósito.


Desde aquella colina, sintió que la Sabana de Bakatá no era solo un lugar, sino un ser vivo, una manifestación de la conexión sagrada entre los elementos y las manos que los cuidaban. Este paisaje no solo alimentaba cuerpos, sino espíritus, recordándole que la verdadera riqueza no está en lo que se posee, sino en lo que se nutre y se comparte. Y mientras el sol desaparecía tras las cumbres, comprendió que su viaje lo estaba llevando no solo a nuevos lugares, sino a nuevas formas de entender el equilibrio que sostiene la vida.

 
 
 

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