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La Semilla del Juego de Tejo

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 26 abr
  • 3 Min. de lectura


El intercambio fue sencillo, casi ceremonial. A cambio de la chicha Muisca, entregó la semilla del Juego de los Elementos, un regalo que no necesitaba palabras para ser comprendido. En las planicies a lo largo del río Tunjuelo, bajo un cielo que parecía extenderse hacia el infinito y sobre tierras bañadas por sus aguas, Sadigua encontró a los jóvenes. Sus ojos brillaban con la curiosidad de quienes están a punto de descubrir algo que transformará su mundo. Con paciencia, les mostró cómo el Sue de los Elementos se movía con fluidez, y cómo cada movimiento debía reflejar las cualidades esenciales de los elementos: la fortaleza de la tierra, la fluidez del agua, la ligereza del viento y la energía transformadora del fuego.

“Este no es solo un juego,” les explicó, “es una danza con los elementos, un espejo de la vida misma. Cada movimiento que hagas es un acto de equilibrio, de conexión con la naturaleza y con los demás.”


El primer campo lo trazaron juntos, marcando la tierra con líneas simples que delimitaban un espacio sagrado, un círculo donde los cuatro elementos podían encontrarse en armonía. Allí resonaron los primeros movimientos del Sue: rodando como el agua, girando con la energía del viento, tocando la tierra con firmeza y transformándose con cada paso. Con el tiempo, los jugadores comenzaron a integrar ramas largas como extensiones de los elementos, guiando el flujo del juego con una naturalidad casi instintiva. Sadigua caminó con los jóvenes de aldea en aldea, sembrando la idea de que este juego no era solo un acto físico, sino una metáfora de la cooperación y el equilibrio entre todas las fuerzas de la naturaleza.


Durante días y noches, vivió entre los Miuscas. Compartió sus días de trabajo, sus comidas sencillas y sus silencios bajo las estrellas. Las risas de los jóvenes se mezclaban con el murmullo del agua, y en cada nuevo campo trazado parecía nacer una parte de su espíritu. Lo que había plantado no era solo un juego; era un símbolo, una semilla que, como las aguas del río, se extendió y transformó todo lo que tocaba.


En algunas aldeas, los jugadores preferían usar solo los pies, mientras que en otras, las ramas largas se convirtieron en protagonistas, moviéndose con el Sue en una especie de coreografía ritual. Sin importar las variaciones, en todas partes el juego llevaba consigo el mensaje de Sadigua: que la conexión con los demás y con la naturaleza era el verdadero propósito de cada movimiento. Los campos junto al Tunjuelo se llenaron de vida; las voces de los jóvenes y los ecos del juego se alzaban hacia las montañas, como si el río mismo quisiera escuchar.


Para los Miuscas, el Juego de los Elementos dejó de ser solo un entretenimiento. Se convirtió en una forma de honrar el flujo del agua, el ritmo de la tierra y el espíritu de la comunidad. En cada golpe, en cada pase, latía el mensaje silencioso que Sadigua había traído consigo: que en el movimiento, en el flujo compartido, residía la esencia de la vida. El juego se adaptó a las historias y paisajes de cada aldea, transformándose sin perder su propósito original. Era una danza entre los elementos, una celebración de la conexión entre todos los seres y su entorno.


Sadigua observó con satisfacción cómo el juego se expandía y se transformaba, adaptándose al alma de las comunidades que tocaba. No sabía cuánto tiempo se quedaría, pero comprendía que lo que había sembrado seguiría creciendo mucho después de su partida. “El Sue,” pensó, “no es solo una pelota; es un puente, una lección viva sobre el equilibrio y la cooperación.”


En cada rincón de las aldeas, el Sue rodaba, giraba y saltaba, uniendo a las personas en una danza que reflejaba la armonía de los elementos. Sadigua dejó el Tunjuelo con la certeza de que lo que había sembrado no era solo un juego, sino una semilla de entendimiento, un recordatorio de que la verdadera riqueza está en el flujo compartido de la vida y en el equilibrio que cada ser encuentra con los demás y con la naturaleza.

 
 
 

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