Los Humedales: Santuarios de Vida. Un Sistema Interconectado
- Felipe Londoño
- 13 mar
- 4 Min. de lectura

Rodeando al Hilo de Plata, Sadigua descubrió los humedales, esos espacios anfibios donde el agua descansaba y daba vida antes de continuar su viaje. Los Muiscas le mostraron que estos humedales no eran simples estanques; eran santuarios sagrados, lugares donde las aves migratorias encontraban refugio, los peces se reproducían y las plantas acuáticas filtraban el agua, devolviéndola limpia al río. Sadigua observó con admiración la diversidad que florecía en estos humedales: garzas que caminaban con elegante precisión entre las aguas, anfibios que saltaban en los márgenes y pequeños peces que se deslizaban en los canales como destellos vivos. En cada rincón, la vida parecía cantar al ritmo de los humedales, un recordatorio constante de la importancia del agua como origen y sustento de todo.
“Los humedales son el alma de la Sabana,” pensó mientras observaba el reflejo del cielo en la superficie del agua. “Aquí el agua descansa para renovar su fuerza, como si tomara un aliento antes de continuar su viaje.”
Pronto, entendió que la Sabana de Bakatá no era solo un paisaje fértil, sino un sistema interconectado donde cada elemento cumplía un papel esencial. Los ríos no solo daban vida a los campos; tejían un vínculo invisible entre los cerros, los cultivos y las comunidades que dependían de ellos. En esta tierra, profundizó su conocimiento sobre el maíz, el amaranto y la quinua, descubriendo que estas semillas no eran meramente alimento, sino símbolos vivos del vínculo entre los Muiscas y la fertilidad de la tierra. En cada mazorca dorada, en cada grano brillante, Sadigua veía reflejado el respeto y la gratitud con los que los Muiscas trabajaban su entorno. No cultivaban solo para sobrevivir; lo hacían para mantener un equilibrio con la tierra y el agua, como si cada semilla sembrada fuera una ofrenda a ambos.
Desde los cerros orientales hasta las montañas de poniente, la Sabana se presentaba como una red viva. Los ríos fluían con un propósito claro, los humedales actuaban como pulmones que filtraban y purificaban, y los cultivos florecían en sincronía con el agua y la tierra. Los Muiscas, con su sabiduría ancestral, habían aprendido a escuchar este sistema, a entender sus ritmos y a vivir en armonía con él. Para Sadigua, este lugar no solo era fértil en recursos; era un tapiz cuidadosamente tejido donde cada planta, cada surco y cada gota de agua formaban parte de un todo mayor.
“La Sabana,” reflexionó mientras caminaba por los canales, “no es solo un lugar. Es una lección de vida, un recordatorio de que el verdadero equilibrio no se impone; se cultiva con paciencia y respeto.”
En uno de sus recorridos, los Muiscas lo llevaron a un lugar que llamaban la Piedra de Confesión. Allí, según le contaron, acudían para purificar su alma antes de decisiones importantes o eventos trascendentales.
“Aquí,” le dijeron, “el agua limpia no solo la tierra, sino también el corazón.”
Sadigua, intrigado por esta tradición, se sentó junto al río que rodeaba la piedra y observó el reflejo del cielo en la corriente. Cerró los ojos y dejó que el sonido del agua lo envolviera, como un eco que resonaba en su interior. En ese instante, comprendió que la pureza que buscaban los Muiscas no era un destino físico, sino un estado de conexión con la naturaleza. Para Sadigua, ese momento fue una revelación: el agua no solo tenía el poder de sostener la vida; también podía sanar y transformar el espíritu.
Más adelante, el paisaje cambió. Los humedales comenzaron a desplegarse vastos y vibrantes, como espejos que respiraban con las montañas. Garzas blancas se movían con gracia entre los juncos, mientras pequeños peces rompían la superficie con brincos breves pero llenos de vida. Sadigua comprendió que los humedales no eran solo lugares de vida variada; eran santuarios donde la tierra y el agua se encontraban en perfecta armonía, un recordatorio de que incluso el agua necesitaba descansar para continuar su viaje.
En su camino, los Muiscas también le hablaron de la Piedra Tunjo, un lugar donde meditaban y reflexionaban.
“Allí,” le explicaron, “la piedra y el agua se encuentran, y sus voces se mezclan para recordarnos nuestra conexión con lo eterno.”
Para Sadigua, esa quietud no era exclusiva de un lugar; podía hallarse en cualquier rincón del río, en el susurro de los canales o en la brisa que acariciaba los campos. Mientras continuaba su recorrido, los camellones y canales que había visto desde lejos se desplegaron con mayor detalle. Los Muiscas trabajaban con paciencia y cuidado, guiando el agua hacia sus cultivos.
“La tierra y el agua trabajan juntas,” le dijeron. “Nosotros solo las escuchamos.”
Sadigua observó con admiración cómo este sistema no solo alimentaba a la comunidad, sino que también mantenía el equilibrio del paisaje.
Cada paso por la Sabana le revelaba una lección. La Piedra de Confesión le enseñó que el agua no solo limpiaba la tierra, sino también el alma. Los humedales le mostraron que el descanso y la renovación eran esenciales para la vida. Y los camellones le hablaron de la importancia de trabajar con la naturaleza, no contra ella. A medida que avanzaba, Sadigua sintió que no solo estaba recorriendo un paisaje, sino entrando en el corazón de una civilización que había entendido lo que significaba vivir en equilibrio.
El Hilo de Plata seguía su curso, y , guiado por sus aguas, se adentraba cada vez más en los secretos de la Sabana. Las historias que los Muiscas compartían con él parecían entrelazarse con el paisaje, como si el río las llevara en su corriente. Y mientras las aguas seguían su camino, Sadigua llevaba consigo las lecciones de los Muiscas, grabadas en su corazón como el reflejo del cielo en las aguas tranquilas de la Sabana.





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