Río Tunjuelo: El Mensajero de las Montañas
- Felipe Londoño
- 26 abr
- 3 Min. de lectura

Sadigua llegó al punto donde el río Tunjuelo, descendiendo desde las montañas, se unía con el Hilo de Plata. Allí, las aguas se entrelazaban como si compartieran secretos antiguos, ecos de los tiempos en que la tierra y el cielo aún se estaban formando. Los Muiscas llamaban a este lugar la confluencia de los espíritus del agua, un espacio donde la fuerza y la memoria de las montañas se unían con la fertilidad y la serenidad de la Sabana. Para ellos, el Tunjuelo no era simplemente un río; era un mensajero que traía consigo la sabiduría y la energía de los páramos, alimentando humedales y tierras que sostenían la vida.
En la ribera del Tunjuelo, dejó que sus manos rozaran la corriente cristalina. Sintió que algo en el río le hablaba, no con palabras, sino con un susurro que se fundía con el sonido del agua. La voz de Chicui, la Madre Tierra, parecía manifestarse en la corriente:
“Todo lo que nace aquí lleva consigo la fuerza viva de las montañas. Protege lo pequeño, porque en ello habita el origen de la vida.”
Sadigua cerró los ojos, permitiendo que las palabras se grabaran en su interior. Reflexionó sobre cómo los comienzos humildes, como una gota de agua o una semilla diminuta, podían transformarse en algo grandioso: ríos que daban vida o cultivos que alimentaban comunidades enteras. Comprendió que el Tunjuelo era una lección viviente sobre el poder de lo pequeño y la importancia de cuidarlo. En este lugar de confluencia, los Muiscas ofrecieron a Sadigua una bebida especial, la chicha Muisca. Esta mezcla dorada, elaborada con maíz fermentado, contenía la esencia de la tierra, el agua y el trabajo humano.
“La chicha,” explicaron, “es un símbolo de transformación. Así como el agua fluye y cambia, el maíz también debe transformarse para revelar su verdadera esencia.”
Sadigua tomó la chicha con ambas manos, sintiendo su fuerza en cada sorbo. Al probarla, comprendió que no solo alimentaba el cuerpo, sino que conectaba el espíritu con la tierra y el agua que la habían hecho posible. Mientras observaba cómo las aguas del Tunjuelo se unían con las del Hilo de Plata, reflexionó sobre la conexión sagrada que veía en este lugar.
“El Tunjuelo,” pensó, “es como la chicha: lleva consigo una transformación, un mensaje que une lo que está arriba con lo que está abajo.”
Los Muiscas explicaron cómo el Tunjuelo alimentaba los humedales, llenándolos de vida: aves que migraban y encontraban refugio, peces que se multiplicaban en sus aguas claras, y plantas acuáticas que purificaban el agua antes de enviarla de vuelta al río. Este flujo constante era una metáfora de la vida misma, un recordatorio de que todo lo que la tierra da, debe ser cuidado y devuelto.
“Los humedales,” dijeron los Muiscas, “son el corazón de la Sabana. Aquí el agua descansa y renueva su fuerza antes de continuar su viaje.”
Sadigua observó con admiración cómo los Muiscas guiaban el agua hacia sus cultivos con paciencia y precisión, respetando siempre su curso natural. Los camellones, rodeados por canales, eran un testimonio de la simbiosis entre el hombre y la naturaleza. Cada gota que fluía hacia los campos de maíz, papa y quinua no solo nutría las plantas, sino también el espíritu de quienes dependían de ellas. Sadigua vio en este equilibrio una lección profunda:
“El río no solo fluye; narra historias y transforma todo lo que toca. Es un puente entre las montañas y la Sabana, entre el origen y el destino.”
En la unión de los ríos, Sadigua comprendió que no era un simple testigo, sino parte de un tejido mayor. Las aguas del Tunjuelo y el Hilo de Plata se mezclaban con suavidad, como dos espíritus que unían fuerzas para un viaje común. Las palabras de Chicui resonaban en su mente, recordándole que proteger lo pequeño era honrar lo grandioso.
“Cada gota cuenta,” pensó Sadigua. “Cada río, cada semilla y cada acción son hilos que sostienen el equilibrio de la vida.”
Con cada paso, Sadigua entendió que el agua no solo sostenía la vida, sino que también la transformaba. Desde las alturas de los páramos hasta la serenidad de la Sabana, los ríos tejían conexiones invisibles que unían a las personas, los paisajes y las generaciones. Al dejar la confluencia, prometió seguir el flujo del agua, no solo como un viajero, sino como un aprendiz y guardián, llevando consigo las lecciones del Tunjuelo y el Hilo de Plata.
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