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Teusaká

  • Foto del escritor: Felipe Londoño
    Felipe Londoño
  • 1 feb
  • 3 Min. de lectura
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El Ascenso de Sadigua al Páramo: El Encuentro con las Lagunas del Teusaká


Ascendió por los estrechos senderos de La Tierra del Aliento Frío, envuelto en un manto de niebla que parecía susurrarle antiguas canciones. Cada paso lo alejaba del bullicio de las tierras bajas y lo acercaba a un mundo donde el silencio era absoluto y sagrado, donde el aire frío cargaba un peso reverente. La montaña respiraba, y con cada inhalación, el viento, conocido como Mechy entre los Muiscas, acariciaba su rostro como si quisiera prepararlo para lo que estaba por venir.


A medida que avanzaba, se encontró rodeado por los majestuosos Coisa, guardianes inmóviles que se alzaban como ancianos sabios, sosteniendo en sus hojas la niebla convertida en gotas de agua. Este lugar, con su aire puro y su calma infinita, le pareció un umbral entre dos mundos: uno terrenal y otro espiritual. Allí, donde el viento cesaba momentáneamente para dar paso al susurro del agua, Sadigua sintió que había llegado a un espacio donde todo comenzaba, donde las pequeñas corrientes que nacían entre las piedras se transformaban en ríos que alimentaban las tierras lejanas.


Dos ancianos del valle lo guiaron hasta las lagunas del Teusaká, escondidas entre los pliegues de las montañas. Estas aguas no eran simples espejos; eran los ojos de Chicui, la Madre Tierra, vigilando el equilibrio entre los hombres y la naturaleza. Al acercarse al borde de una de estas lagunas, el viento se detuvo por un instante y el agua permaneció inmóvil, como si aguardara para escuchar su voz. Los ancianos hablaron con solemnidad, señalando el origen de aquellas aguas:

“Aquí no solo nace el río, sino también la memoria de la tierra. Escucha el murmullo del agua, y encontrarás respuestas que no sabías que buscabas.”


Se inclinó hacia la superficie cristalina y vio su reflejo. Por un instante, sintió que los latidos del agua lo observaban desde las profundidades, un murmullo sutil que parecía estar hecho de palabras. Entonces, en la bruma fría, el susurro de Chicui le habló:

“Todo lo grande nace de lo pequeño. Las gotas se convierten en ríos, los ríos en océanos, y el océano en vida. Así también es tu destino: fluye y transfórmate.”


Mientras exploraba aquel lugar sagrado, Sadigua sintió una presencia que lo observaba. Giró y sus ojos se encontraron con una venada cola blanca que se movía con la ligereza del viento. Su mirada irradiaba una calma infinita, y sus oscuros ojos parecían contener siglos de saberes. La venada, sin miedo ni prisa, se acercó como si lo reconociera, y supo que no era una simple criatura, sino un mensajero, una guía hacia los senderos ocultos que conectaban los mundos.


En silencio, la venada lo condujo por rutas secretas hasta un manantial escondido, donde el agua brotaba desde el corazón de la montaña. Frente a aquel flujo incesante, recordó una enseñanza ancestral:

“La esencia no siempre está en lo que percibimos, sino en lo que dejamos que nos transforme.”

Entendió entonces que el agua no era solo un elemento; era un puente, un vínculo que unía las alturas sagradas con las tierras bajas. Las lagunas del Teusaká no eran depósitos de agua; eran santuarios vivos, testigos del poder de Chicui para sostener y regenerar la vida.


Cuando llegó el momento de continuar,  miró una última vez a la venada, que permanecía en el límite de los Coisa, como si vigilara aquel territorio en su ausencia. En ese instante, supo que su destino estaba ligado al agua, que el flujo de los ríos era también el flujo de su propia vida. Mientras descendía, sentía que la montaña, el viento y el agua lo guiaban por un sendero invisible, un camino que parecía oscilar entre lo tangible y lo intangible. Aunque aún no lo comprendía del todo, sabía que seguía el curso de algo más profundo, algo que lo conectaba con la memoria viva de la tierra y los sueños que lo habitaban.


“Seguiré el agua,” pensó , “porque su curso es la lección más grande que puedo aprender.”

 
 
 

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